Luego de un sueño en el que un ángel le daba aviso
sobre la necesidad de abandonar su pueblo natal, José, María y el pequeño Jesús
parten rumbo a destino incierto, marcado por las dificultades.
Un psicótico Herodes, mortificado por la posibilidad
de ser suplantado por un rey recién nacido ordena la ejecución de todos los
niños menores de dos años en el pueblo de Belén. Las predicciones de los
hechiceros pagados por su gestión hablaban de un nuevo rey nacido en Judea,
específicamente en el pueblo de Belén.
Tres magos de lejanas tierras hicieron una parada en
su residencia, comentando algo sobre el nuevo rey del mundo y la buena nueva de
su nacimiento… Buena nueva para ellos, él perdería su reinado, su poder y
posiblemente sus riquezas.
El Centurión Romano recibe la orden de Herodes y mirándolo
de reojo con desconfianza se retira del amplio salón donde retozan un montón de
lacayos, algunos desnudos, otros vestidos, entremezclados con algunos eunucos,
preocupados por satisfacer al grupo de enfermos sexuales en medio de su perversión.
-
Malditos sodomitas, por que no se inmolan a los dioses y nos liberan de
su putrefacción – piensa el Centurión mientras camina por el salón en búsqueda
de la inmensa puerta.
Una mulata alta y delgada, con sus pechos firmes y
desnudos fija su mirada en el serio Centurión, y este le responde con un leve
guiño. Ella, entendiendo la dificultad que le entrañaría su estancia con el
serio soldado, solo atina a apretar sus entrepiernas con firmeza, conteniendo
su apetito por aquel varón, mientras con asco muy disimulado observa al
conjunto despreciable de seres tirados cómodamente en lujosos almohadones.
Al salir del salón, el Centurión emprende camino hacia
el patio de la guarnición, donde hace llamar a un decurión, a un escriba y a un
mensajero. Imparte las instrucciones de manera precisa, las cuales son
recogidas en una tabla de arcilla, que sella con su anillo y guarda en un
estuche de cuero. Luego la entrega al mensajero.
Todos los presentes, asombrados por las órdenes, no
terminan de entender que han hecho para merecer el castigo de servir a
semejante enfermo, pero ninguno se atreve a comentar o cuestionar la orden.
El mensajero toma un caballo, un odre lleno de agua,
revisa su espada, una gladius hispanicus y monta su pillum, una lanza de mediana
longitud. Con marcialidad se despide del Centurión.
-
Ave Cesar.
El serio Centurión responde colocando su mano derecha
con el puño cerrado sobre su pectoral izquierdo, y baja levemente la cabeza,
luego de lo cual voltea y emprende camino al salón que hace las veces de recinto.
En el trayecto, mientras atravesaba el largo patio central, en su mente solo
había un pecaminoso pensamiento…
-
Maldito Herodes, por que no me ordenas acabar contigo y con esa prole de
sodomitas. Que desperdicio de hembras. Un día con un romano, y todas correrían
a adorar a nuestros dioses y a adornar nuestros lechos.
Luego de una larga cabalgata, el mensajero llega a la guarnición de Belén y entrega las ordenes impartidas por Herodes a través de su Centurión. Cuando el oficial de guardia recibe la tabla de arcilla con las ordenes, mira con asombro al mensajero, y este le responde con frialdad…
-
Sí señor, esas son las ordenes.
-
Maldito Herodes – pensó el oficial de guardia.
De inmediato, hizo llamar a un ordenanzas, dando
instrucciones que buscase donde se
encontrase el funcionario romano responsable del censo del poblado. Para
no perder tiempo, solo necesitaba los nombres de los niños menores de dos años,
los nombres de sus madres y direcciones. De la misma manera, ordeno reforzar la
guarnición, suspendió todos los permisos para la próxima semana y ordenó buscar
a todos los efectivos de permiso.
Al mismo mensajero le entregó una solicitud en la que
constaba el requerimiento de refuerzos para la guarnición. La orden implicaría una
posible revuelta, por lo que los refuerzos podían ser requeridos, y el
desplazamiento de los mismos al pequeño poblado mitigaría los ánimos de los
levantiscos.
Ordenó, una vez retirado el mensajero, preparar las
tropas para atender la solicitud de Herodes. Se movilizarían en dos grupos de
diez hombres, mientras dos grupos patrullarían el pueblo y tres grupos
permanecerían en alerta en la guarnición. La orden se ejecutaría después de caído
el sol.
Al llegar la hora, las tropas con los nombres y direcciones
salieron a cumplir sus órdenes. Ya las dos patrullas adicionales habían salido
a recorrer el pueblo, en prevención de problemas o potenciales fugas.
El número de niños que debían ser ejecutados era de
28. La incomodidad de los soldados ante la absurda orden obligó al oficial de
guardia a reprender a dos de ellos. La terrible amenaza de la muerte por
linchamiento, hizo que las voces disonantes y las discordias entre los hombres
desaparecieran.
La primera Unidad atendería la ejecución de los niños
en la zona perimetral del pueblo, la otra unidad lo haría con los niños
residentes cerca del centro. El medio de ejecución elegido, dado el tipo de
victima y considerando su fragilidad, era una puñalada en el pecho. Los niños
debían ser colocados en el piso, sujetados por dos soldados por las
extremidades. El soldado que sujetara al crío por sus extremidades superiores
debería atinar una certera puñalada en el pecho.
El puñal o daga a utilizar tenía una longitud de
aproximadamente el tamaño de una mano de hombre (20 cm ). La fuerza del golpe
de la hoja debería partir las costillas el niño, sino pasar entre ellas. La
puñalada debería ser atinada en la zona izquierda del pecho del niño. Una sola
debía bastar.
Se discutió la posibilidad de cortarles el cuello o la
cabeza con la espada, pero los soldados consideraron que era demasiado
problemático y muy cruel. Además, implicaría mayor resentimiento por parte de
los habitantes. El tipo de ejecución permitiría atender los cuerpos de los
niños bajo las tradiciones de los pobladores.
Las dos patrullas comenzaron su macabra labor luego de
caído el sol. La labor llevó la mitad de la noche.
Las madres de las criaturas, fuera de control
ofrecieron una resistencia increíble a los bien preparados soldados. Algunas
debieron ser “tranquilizadas”. El oficial informó que el objetivo era cumplir
la orden con el menor costo posible. A las madres fuera de control, el quinto
hombre de la columna debía golpearlas fuertemente con la base de su pillum en
la boca del estomago. Eso las dejaría inconcientes o incapaces de responder. Esa
era la recomendación para atender los problemas con las judías.
Los judíos era otra cosa. La instrucción era someter
por las armas a cualquier varón de más de dos codos de altura. En caso de
respuesta violenta, la orden era la misma de la de rigor. Un fuerte golpe con
la base del pillum en la región púbica, y de no ser suficiente, una estocada de
la misma en la región pectoral, no en el corazón. Perforar un pulmón haría más
dolorosa la agonía, y en caso de sobrevivencia, el hombre quedaría bastante
limitado físicamente.
Los soldados partieron, hicieron su trabajo y
regresaron a la base, humillados, bañados en sangre, heces, orine de inocentes y
maldiciendo al sodomita que gobernaba la región. Cuando el último hombre
ingreso a la instalación romana, lo hizo mirando al oficial responsable a los
ojos. Sin poder contener su frustración, entre dientes dijo…
-
Maldito Herodes.
Ignorando el comentario, el oficial de guardia indicó
con parquedad a la tropa.
-
Límpiense la sangre, aséense y descansen un rato. Creo que esta noche no
ha terminado todavía – luego de lo cual se retiró a su puesto.
Esa mañana del 28 de diciembre, las muelas de trigo no
inundaron la calma de la mañana que nacía. Era el llanto de las madres, con sus
hijos en brazos la que llenaron cada espacio del pequeño Belén.
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