Son casi las 03:00 de una bella tarde del 27 de
diciembre de 2012, y los dos vehículos, cargados de familia aparcan frente a al
Refugio Turístico Mifafi, muy famoso en los andes. Las dos camionetas son
estacionadas por sus conductores una cerca de la otra.
Al detenerse, los tres hijos saltan de los vehículos.
Alejo carga a Benjamin y Vero lleva sus cosas. Los tres están bien abrigados,
aunque por la hora, el clima y el hermoso sol de los Andes, se podía permitir la
ligereza de andar sin chaqueta.
El restauran, con una fachada colonial tiene un amplio
estacionamiento alargado que bordea la carretera que va a la ciudad de Mérida.
En la parte central del mismo, hay un pequeño jardín, repleto de arbustos de la
zona y flores de todos colores. Antes de ingresar al mismo, todos se detienen
frente a este vergel y se toman varias fotos. Hay muchas sonrisas, hay mucha
paz, hay tranquilidad, hay apego.
Elevado como un metro sobre el nivel del terreno, al
restauran se accede a través de una escalera de madera, terminada con estilo
colonial igualmente. Gruesos listones como peldaños, y robustos pasamanos
pintado de color oscuro, y con un acabado grueso son los que dan la bienvenida
a los que buscan en los Andes su reposo.
La puerta de acceso, es alta y robusta también. Al
ingresar al recinto, el cambio en la temperatura se hace evidente. Un agradable
clima ligeramente calido, y cargado del rico olor de la comida de los Andes
invade los pulmones y el alma de los que acaban de llegar, hambrientos por
demás, luego de estar dos horas paseando por las inmediaciones del páramo del Águila.
Piden mesa para nueve, y uno de los mesoneros, ágil y
prontamente ubica un espacio especialísimo, cerca de una ventana que da a la
carretera. Acomoda dos mesas y las sillas correspondientes, no sin antes
colocar una silla para bebés.
Los dos abuelos se sientan en los extremos, aunque
quien pagará será otro. El mesonero pregunta lo de rigor, y Ángel le responde
que traiga cuatro cervezas bien frías, si tiene ponche andino, que traiga uno,
y tres te con limón, o en su defecto, tres nestea, y un café negro. Pidió también
ocho aguas minerales.
Pasados unos tres minutos, el diligente mesonero trae
lo que siempre traen de primero, las cuatro cervezas. Ángel le pregunta por el
resto del pedido, y este le informa que ya viene. El café, los te y las aguas
llegan con el ponche en el tiempo que tardo en ir y venir a la cocina el
caballero que los atiende.
-
Si alguien quiere brindar, es el momento – dice Ángel con una sonrisa.
-
Yerno, le toca a Usted – dice su suegro, y todos voltean a mirarlo.
-
Bueno, me toca… Por la vida, por nosotros, y por que se repita – dice
Angel, levantando su taza de café.
-
Por la vida, por nosotros, y por que se repita – dicen los demás con
solemnidad y todos toman su trago de rigor.
Benjamin, acomodado entre Verónica y Yacquelina es asistido
por su hermana en su brindis, quien ayuda a levantar al bebé un vaso ergonómico
cargado de jugo de naranja.
Todos sonríen al escuchar el balbuceo del pequeñín,
quien habla bien, pero no tanto, y trata de repetir lo que los demás han dicho.
Ante el gesto de los demás, el niño responde con una sonrisa inocente que ilumina
a todos.
Pasados algunos minutos, llaman al mesonero y
comienzan a ordenar. Trucha en diversas presentaciones, sopa de vegetales y
algunas raciones de sopa de gallina, pan tostado con mantequilla, ajo y
perejil, Pollo a la canasta, lomito a la menier y Yacque se decoró pidiendo un
Pargo al ajillo para Ángel, quien le solicitó que pidiera por él y un Pargo
relleno para ella.
El menú, la calidad de la comida, la presentación, el
olor, los colores, todo estuvo al nivel del momento, excelente. Todos
disfrutaron de la comida. Benjamín comió un poco de lo de su mamá y de lo de su
abuela materna. La abuela paterna se dedicó a atender al Alejo, ya con trece años, mientras Verónica
se deleitaba silenciosamente con su plato.
Algunas cervezas, algunas bebidas, uno que otro café y
por postre, torta de queso, quesillo para Ángel y Alejo, bienmesabe y una rica
torta tres leches, todo hecho en el mismo restauran, o como dijo el mesonero,
en casa.
Siendo cerca de las 05:30, pagaron la cuenta, salieron.
Caminaron un rato por las afueras del restauran y se enfilaron a un hotel
ubicado cerca de este, en el cual les llamó la atención los jardines y las
fuentes, regados de colores, olores y flores de aquellos espacios amados por
Dios.
Cuando comenzó a oscurecer, todos bien abrigados, se pararon
frente al hotel, esperando que Ángel y Alejandro trajesen los vehículos. Todos
se montaron, se acomodaron, no sin antes sacarse unas cuantas fotos, y
arrancaron a las inmediaciones del páramo el Águila, donde previamente habían
llegado, pagado y dejado el equipaje.
El trayecto era corto en tiempo, pero ya el frío se
dejaba sentir. Verónica y Benjamín dormían placidamente cubiertos por colchas
acomodadas por su mamá. Ángel conducía, complacido y relajado, por esas curvas
eternas que alimentaban su alma, su cuerpo y su mente.
Los vidrios abajo, Alejandro asomado por la ventanilla
al lado de su padre, con su roja nariz sentida ya del frío, y Yacquelina con
Benjamín en brazos. En el otro carro, detrás de la camioneta de Ángel, iban los
cuatro abuelos, con ambas damas cubiertas con sabanas y cobijas hasta el
cuello.
Las estrellas, iluminando el páramo, advertían del
clima a los viajantes, quienes disfrutaban del paisaje, en aquellos espacios
que la neblina se los permitía, una neblina no muy espesa, un frío no muy
fuerte, por lo menos a esa hora.
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